20.10.06

Please, go home, yankee!

Los que pertenecemos a la generación nacida en los ochenta, no podemos negar que crecimos en un sincretismo cultural. Ir a comer wantán, haber disfrutado del Yan-Yan en los recreos, coleccionar las láminas de los Súper Campeones, las Sailor Moon, o cualquier otro equivalente, nos distancia generacionalmente de aquéllos que aún hacen un break para ir al lunch, sueñan con tener un shower door en el baño y siguen añorando su viejo Walkman. ¿Será que la hegemonía norteamericana está siendo derrotada por una nueva influencia cultural?

La tendencia obligaría a pensar que EE.UU podría ser una potencia hegemónica que perduraría en un futuro prolongado. Pero la historia posterior al 11-S podría ser el primer indicio de la decadencia de EE.UU. Durante mucho tiempo usó el miedo para dominar cultural, social e económicamente a los demás países que obedecían a su hegemonía, pero después de los atentados del 11 de septiembre del 2001, ese mismo miedo les tocó la puerta. Es probable que este país se niegue a aceptar la posibilidad de que su poder blando, o “la forma indirecta de ejercer el poder” (Nye, 30), pueda verse afectado de alguna manera, pero bien dice la sabiduría popular: Todo lo que sube, tiene que bajar.

Las diferencias entre las civilizaciones, definidas por la economía y la política y enraizadas en su cultura (Huntington, 23), son los rasgos más característicos de la identidad estadounidense. Esto se ve en la colonización de Norteamérica, el que se plantea como el origen más profundo de esta nación. El hecho de que cada inmigrante trabajara su propia tierra y se hiciera a sí mismo en una tierra de oportunidades forjó una economía donde cada hombre vela por lo suyo, donde el Nuevo Mundo era la tierra prometida, donde los anhelos de los colonos se harían realidad.

Pero el país del sueño americano ha comenzado una caída sutil gracias a la política neoconservadora que ha manifestado, cuyo rostro visible ha sido George W. Bush. Necesitaban volver a lo que fueron, a recuperar parte de ese poder blando. Por lo mismo, según el sociólogo Immanuel Wallerstein, el gobierno norteamericano utilizó una política unilateral militarista
[1], con el fin de enmendar algo su alicaída imagen hegemónica y, posiblemente, cuestionar a los que no comparten sus creencias. EE.UU no consideró que los daños probables, luego de poner en práctica esta política, afectarían directamente a la sobrevivencia de su país como potencia hegemónica.

Siguiendo la línea de la política unilateral apoyada en su ejército, los proyectos militares norteamericanos han sido exitosos en el aspecto práctico, pero es posible que hayan atacado al corazón de su identidad cultural y a su poder blando. Gracias a esto, existe un leve atisbo donde EE.UU. ha perdido adhesión y puede que ya no sea el país que solía ser.
El poder descrito por Nye trata sobre “la capacidad de obtener los resultados que uno quiere, y en caso necesario, de cambiar los comportamientos de otros para que suceda” (Nye, 25). Esto ya no está ocurriendo con EE.UU. Basta con mirar que Chile fue capaz de enfrentarse a Estados Unidos para poner a uno de los nuestros en la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos, OEA. José Miguel Insulza no hubiera llegado a este cargo si Venezuela –archirival de EE.UU- no hubiera llevado a cabo las conversaciones de pasillo correspondientes.

Sin embargo, cuando acabó la Guerra Fría, Norteamérica necesitaba una meta distinta a la de los colonos –en parte, porque la mayoría de los grupos humanos, cuando se desarrollan, necesitan un objetivo para avanzar- y buscó la manera de consolidarse dentro de la nueva configuración global. De esta manera, parecía que confrontarse con el Islam y el Tercer Mundo, fortalecería la identidad estadounidense. Lo que EE.UU. no tomó en cuenta es que incluso grandes imperios, como Roma, tuvieron un final abrupto.
Miremos este caso. No podemos negar que la influencia romana perdura hasta hoy. Tampoco podremos contradecir que, de declinar el predominio norteamericano como se plantea en este texto, éste seguirá siendo parte de nuestras vidas- como el simple hecho de que este ensayo que se está escribiendo en un sistema operativo computacional creado por Microsoft, una empresa norteamericana. Pero Roma cayó. Esto podría indicar de algún modo que hay asideros reales para pensar que EE.UU. también podría caer. Roma perduró por largo tiempo –hasta el 476 D.C si sólo consideramos al Imperio Romano de Occidente-, pero no se puede esperar que en un mundo donde las telecomunicaciones hacen que las distancias se acorten con un solo clic, los “imperios” puedan durar siglos.

Es aquí donde los bloques se hacen indispensables para el equilibrio de poder. Luego de la caída de la URSS, y por ende del mito del comunismo, EE.UU quedó con una especie de carta blanca para influenciar a los países menos consolidados. Se transformó en lo que podremos llamar un imperio. Pero no tardaría mucho para que otras coaliciones le salieran al camino.
Cuando Nye señaló que “La pax americana probablemente dure, no sólo por el incomparable poder duro estadounidense, sino porque Estados Unidos ‘es capaz como nadie de lograr una contención estratégica, dar confianza a sus aliados y facilitar la cooperación’”, no pudo predecir o considerar algunos factores de importancia.

La creación de la Unión Europea es otro antecedente para pensar en una decadencia norteamericana. No sólo EE.UU puede dar la confianza suficiente a los demás países, en especial cuando según los informes de Fondo Monetario Internacional demuestran que la economía más grande es la de la UE. La República Popular China fortaleció sus relaciones comerciales, dejando de lado a sus principales socios, Japón y EE.UU (FMI, 2005).
El eje franco-germano, basado en su potencial económico agrícola, sostiene una política global que incorpora a países menos desarrollados, pero fortaleciéndolos con tareas importantes. Tal es el caso de Bruselas, que es la sede de las tres mayores instancias de la UE: El Consejo, la Comisión y el Parlamento.

No sólo a nivel de grandes potencias se dan este tipo de bloques que contrarrestan en poderío estadounidense. Lo podemos notar porque Venezuela e Irán, dos países no tan desarrollados en relación al poderío estadounidense, han asomado una pequeña bandera de rebeldía contra EEUU. El 17 de septiembre de este año, ambos mandatarios se reunieron para preparar una alianza estratégica bilateral contra el imperialismo, para beneficiar a “todos los pueblos del mundo y contra injusticias que padecen”.

No se trata de aliarse en contra de la “superpotencia”. Es más profundo. Ya no hay que temerle a Norteamérica porque, a partir del 11-S, la gente no quiere ser EE.UU. El mundo no quiere verse enfrentado al posible peligro del terrorismo. No es posible vivir con esa incertidumbre.

Luego del 11-S, cuando EE.UU debió utilizar su poder blando más que nunca, volvió al miedo, al poder duro. Enfrentó la amenaza terrorista de la manera fácil: con armas y cañones. Así, se separó del apoyo mediático (que sí hizo gala del poder blando norteamericano) y perdió gran parte de su potencial como fuente cultural. ¿Quién va a querer ser Estados Unidos, si gracias a eso pueden atentar contra mi país?

Es probable que los medios, al mostrar en repetidas ocasiones las imágenes del 11-S, hicieron caer a EE.UU en su propia trampa: concientizaron a la audiencia, pero lo hicieron vulnerable hacia el exterior.

Si la cultura está configurando el nuevo orden social, en especial después de la Guerra Fría, o al menos es lo que se puede desprender de Huntington, debemos preguntarnos ¿qué es EE.UU? ¿Qué defiende ahora, después del 11-S?

Parecía ser que EE.UU se quedaría solo. Aunque aún comparte lineamientos culturales semejantes a otros países, éstos también se vieron afectados por el terrorismo. Miremos el caso de España e Inglaterra. Ambos países vivieron en carne propia el yugo del terrorismo.
A partir del 11-S, la tierra del Tío Sam se ha ganado el odio del mundo islámico, Europa lo mira con recelo, Latinoamérica sigue siendo el patio trasero (aunque desde la escalada socialista al poder, EE.UU. ve una amenaza implícita a su identidad y hegemonía cultural) y África se esconde en el subdesarrollo.

Huntington comenta: “Aunque los Estados siguen siendo los actores básicos de los asuntos mundiales, también sufren pérdidas de soberanía, de funciones y de poder”. A mi juicio, esta afirmación no es aplicable a la realidad norteamericana. En la invasión a Irak del 2003, Norteamérica acudió en busca de aprobación ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, pero incluso contraviniendo el mandato de ésta y amparándose en la Coalición de la Voluntad
[2], entró en el territorio iraquí para acabar con el régimen de Saddam Hussein y lograr el desarme de aquella nación.

Huntington ignoró los posibles márgenes de acción de un país que ignora a las organizaciones internacionales cuando le conviene. La Corte Penal Internacional no puede juzgar crímenes que no están estipulados en un reglamento que englobe a todas las naciones reunidas en esta organización. Por lo tanto, EE.UU quedó impune una vez más, avalándose en la resolución 1441.

Huntington señala: “Occidente es y seguirá siendo en los años venideros la civilización más poderosa. Sin embargo, su poder está declinando respecto de otras civilizaciones”. Al respecto, yo agrego: EE.UU seguirá siendo la civilización más poderosa, pero según las señales posteriores al 11-S, es probable que haya empezado su periodo de decadencia. Gracias a la política global, también es probable que se genere un bloque China-India-Japón, avalado para mantener el equilibrio del poder.


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